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miércoles, 25 de septiembre de 2019

La nueva Sodoma


Anochecía cuando el carruaje atravesaba la puerta principal de Florencia, hacía varios días que habían salido con premura de Roma, y no se habían detenido más de lo necesario. Su presencia en la pujante república florentina era de todo punto necesaria para tratar de reconducir una situación que,  francamente,  tenía muy mala pinta. El carruaje se dirigió lo más rápido que pudo a un viejo palacio situado en las afueras de la ciudad; no había tiempo para protocolos, su visita no era por placer, sino para tratar de evitar un cisma en el seno de la Santa Iglesia de Roma. En los últimos años el imperio español había crecido de forma considerable con la incorporación de las Indias, la presencia española en las nuevas tierras  se justificaba bajo un mandato evangelizador. Ahora más que nunca, la Iglesia debía permanecer unida. Sin embargo, el Sumo Pontífice, Alejandro VI, no era el más adecuado para mantener esa uniformidad, su papado era muestra  de corrupción y simonía, un vivo ejemplo de los pecados capitales. Era necesario mantener la unidad cristiana y, por otro lado, que las regiones italianas estuviesen bajo control español, hechos ineludibles para mantener a Francia en un aislamiento que favorecía a los intereses hispánicos.  Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando tocaron a la puerta de su aposento. Tras la misma se escuchó una voz cansada, pero firme aún, la de Fray Antonio de Sarmiento, un anciano franciscano español, residente en Florencia desde tiempos de Cosme “el viejo”.
−Es la hora señor, no hay tiempo que perder. –profirió la voz del anciano.
−Enseguida salgo, estoy acabando de vestirme, aguardad un instante. –respondió el huésped.
Al momento se abrió la puerta y salió un caballero de mediana edad, impecable en sus maneras y en su vestir, como no podía ser de otra forma para quien ejercía el cargo de embajador de los Reyes Católicos ante la Santa Sede, su nombre García Laso de la Vega, comendador mayor de León e insigne capitán de los Tercios castellanos.
−Encantado de saludarle Fray Antonio, las referencias que tengo sobre usted, y las mismas vienen desde las altas esferas, son impecables. Sin embargo, entienda lo delicado de la misión y que no tengamos tiempo  para otros menesteres que  los vinculados al monje visionario. ¿Cómo están las cosas, ahora que su Santidad ha excomulgado al incendiario fraile?
−Verá, joven amigo, las cosas están peor que nunca. Compañías de jóvenes huérfanos recorren la ciudad  incautando todos los objetos banales, es decir,  aquellos que no tienen relación con la religión, y los llevan a la Plaza de la Señoría, donde irremediablemente arden en la llamada hoguera de las vanidades. Una pena, hasta el joven Sandro, ha quemado algunos de sus cuadros.
− ¡Qué barbaridad! ¿Botticelli?, también se ha dejado embaucar por el artificio y las peroratas de ese monje loco.
−Cuidado, es peligroso hablar así, incluso a buen recaudo como estamos. Savonarola tiene una legión de seguidores. Además, es cierto que sus sermones son febriles y angustiosos, pero sin duda, su oratoria es eficaz, al tiempo que predica con el ejemplo, su cuerpo es delgado, por los ayunos, y siempre porta cilicios y otros objetos con los que mortifica sus pecadoras carnes.  Es un fanático, que quizás en otro tiempo hubiese sido un Santo…, y no malinterprete mis palabras, todos sabemos que Roma es la mismísima Sodoma.
−Me temo que Girolamo no ha cedido en sus soflamas, incluso, usted, y conozco su fidelidad, casi  se ve imbuido de  las mismas.
−No me malinterprete, le digo, pero nuestro Alejandro Borja, está muy alejado del camino de Santidad que se le supone al vicario de Cristo en la Tierra.
−En fin, no demoremos más el objeto de nuestra misión, quiero ver en persona la famosa hoguera de las vanidades, y al visionario monje de Ferrara.
No quedaba mucho para la medianoche y la Plaza de la Señoría estaba abarrotada de gente, cientos de fieles de la nueva fe predicada por el monje excomulgado, de todas las edades, y de todas las condiciones sociales, se arremolinaban en torno a la misma, no querían perderse el espectáculo. En el centro de la plaza una enorme pira iluminaba la noche florentina, a su lado un grupo profuso de jóvenes, pulcramente vestidos de blanco iban depositando objetos, que arderían en breve, había espejos, cuadros, maquillaje y pelucas, y como no, libros, muchos libros, parece ser que todo aquello que no estuviese relacionado con la Biblia no tenía cabida en la teocracia florentina dirigida por Savonarola. Las Compañías Blancas, que así se llamaban aquellos jóvenes huérfanos, seguían afanados en su tarea, e incluso de cuando en cuando, mostraban al enfervorecido público algún libro que iba a arder. Desde donde estaban, García Laso de la Vega, y su anciano acompañante, Fray Antonio de Sarmiento, pudieron ver como seleccionaban varios ejemplares de la Divina Comedia de Dante, así como la Metamorfosis de Ovidio, y algún que otro libro de la antigua Grecia, como la Ilíada de Homero. Era un éxtasis que iba in crescendo esperando su momento álgido.
El gentío empezó a agitarse, comenzaron a vitorear consignas aprendidas de otras ocasiones, incluso algunos gritaron el viejo lema dulcinista ¡Penitenciagite!, hagamos penitencia.  Todo parecía indicar la llegada de Fray Girolamo a la plaza. Con paso quedo la comitiva, que incluía a un nutrido grupo de monjes del Convento de San Marcos, y que iba encabezada por el propio Savonarola, secundado por sus dos más fieles discípulos, Fray Doménico de Pescia, y Fra Silvestro, ascendió al estrado acomodándose en la bancada que presidia la plaza, justo en frente de la hoguera.  Sin más preámbulos, el monje comenzó a orar, el silencio se hizo en todo el recinto, de vez en cuando, paraba y observaba a los presentes, parecía que buscaba ver el efecto de sus acciones en los mismos. El tono comenzaba a subir, ya no rezaba, ahora refería sus enigmáticas visiones, que incluían la presencia de un nuevo Ciro, quien cambiaría el sentido de la Historia. Del susurro pasó al grito encolerizado cuando centró el objeto de sus palabras en la Santa Sede.
            − “(…) has contaminado con tú pecadora presencia los Santos Lugares, has convertido Roma en un vil lupanar, eres la encarnación del demonio. No me retracto de nada, Alejandro, tú eres quien arderás en el fuego del averno, y contigo esa panda de monjes lujuriosos, contaminados por la gula y la avaricia. Eres soberbio, y la simonía es la marca de tus acciones. La nueva Sodoma en Roma (…)”
En aquel momento, ante la mención de la ciudad bíblica, García Laso de la Vega, no pudo evitar mirar a los ojos de Fray Antonio, quien apurado evitó la acusadora mirada del diplomático, y siguió atento a las palabras del enfervorecido orador.
            − “(…) no quieres holocausto (…) edifica los muros de Jerusalén (…) Señor, abre mis labios”.
Entre grito y grito, caía exhausto el monje sobre sus rodillas. Se quedaba sin fuerzas, al tiempo que dichos bríos eran recibidos con tremendo entusiasmo por sus seguidores, que animaban al religioso profiriendo gritos e insultos en contra de Roma y del propio Papa, aquello era inadmisible, pensó el embajador, habría que intentar un imposible, ahora entendía la preocupación de la reina Isabel, cuando le encomendó la misión de viajar a Florencia e interceder por el Papa español, no era una misión menor, ni mucho menos.
            − “(…) enmudezcan los labios mentirosos. Sí, Alejandro, enmudezcan tus labios mentirosos y perezosos. No me rendiré, desde aquí te reto, nuevo Satanás, que ardan las Vanidades.
En ese preciso instante los objetos fueron lanzados a la hoguera, que rápidamente iluminó con fuerza redentora a los allí presentes. Por un instante, la luz también iluminó el rostro del santón, estaba sudando, parecía enfermizo, pero sus ojos mostraban una voluntad a prueba de bulas papales. No, Savonarola no se iba a detener, la ruptura de la unidad de la Iglesia estaba en camino. Más tarde, de madrugada, incapaz de dormir, García Laso de la Vega, reflexionaba sobre lo acontecido, y sobre lo que aún restaba de su misión, la parte más importante de la misma. Al alba partiría al Convento de San Marcos, allí tendría una entrevista con Savonarola, sinceramente, debía reconocer que ese hombre delgado, de nariz aguileña, le daba miedo.
De camino a Roma, García Laso de la Vega rememoraba en su cabeza el encuentro con el monje de Ferrara. Aquella misma mañana acudió bien temprano al convento del dominico. Nada más llegar fue llevado a la celda de Fray Girolamo de Savonarola. La estancia era muy pequeña, y lúgubre, no tenía sino lo justo, un pequeño jergón sobre el que reposar y una pequeña mesa donde se veían algunos legajos en los que recientemente había estado trabajando. A su llegada el monje seguía orando, se veían restos de sangre en sus manos, probablemente se había estado fustigado o recolocando el cilicio. La presencia del monje, en las distancias cortas era todavía más imponente. Tremendamente delgado, su mirada parecida a la de una rapaz, con la  gran nariz, le daban un aspecto poco amigable. Sin embargo, su trato fue tremendamente sutil, parecía mucho más calmado que la noche anterior, y dentro de las posibilidades del lugar y la situación,  fue lo más amable posible, hecho este  que aún tensionaba más al dignatario español. No hubo muchos preámbulos, el monje fue al grano, parecía ocupado y no tenía tiempo que perder.
−Me han informado de su presencia en la ciudad desde la tarde de ayer. –rompió el hielo Savonarola−. ¿Estuvo en el acto de purificación de la plaza? No responda, se que estuvo usted, acompañado de Fray Antonio, el viejo franciscano. Se puede saber qué quiere de un humilde monje el representante de la Católica España en Roma, otrora capital del Cristianismo, y hoy tan sólo un nido de víboras.
−Está usted bien informado −exclamó el español, sorprendido−. Llegué ayer y marcho hoy, no tengo mucho tiempo que perder, Fray Girolamo, mi presencia en Florencia se debe a un mandato de…
−A un mandato del Satanás de Roma –irrumpió Girolamo.
−No, no, ni mucho menos, mi presencia se debe a un precepto de la Católica reina de Castilla, Isabel I. Nada tiene que ver con el Pontífice. Aunque verá, mis intenciones son más políticas que religiosas. En resumidas cuentas, le pido que dé marcha atrás, por el bien de la Cristiandad, por el bien del mundo conocido.
−Me pide un imposible, amigo García Laso de la Vega, soy firme en mis convicciones. He visto mi propia muerte en la pira, mi causa está perdida, y es tarde para ninguna rectificación. Pronto arderé yo aquí, pero la Sodoma de los Borgia arderá eternamente, escrito está. La unidad de la falsa Iglesia seguirá a pesar de mis empeños.
−Sabe usted que está perdido, y ¿aún así sigue en su empeño? Admirable.
−Los caminos del Señor son inescrutables. No hay retractación posible. Amigo español, ¿conoce usted las siete virtudes?
−Conozco las fronteras de mi reino, y las querencias de mis señores, los Reyes Católicos, sin embargo, no estoy en condiciones de competir con usted en cuestiones de dogma –profirió el español, un tanto acalorado.
−Le refrescaré la memoria; humildad, generosidad, castidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia. Nuestro Santo Padre no cumple ninguna de las mismas. Estamos gobernados por un usurpador, que a la postre recrea en sí mismo los siete pecados capitales. ¿Los recuerda? Verá como no falta ninguno de ellos en el Papa Alejandro VI. Soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Quizá no en ese orden, pero todos. Tiene y hace gala de todos los pecados capitales, y no contempla ninguna virtud. Yo no romperé con esta Iglesia corrupta, moriré en las brasas, pero las indulgencias, y los pecados, acabarán por romper con esta nueva Sodoma. Amigo, García, no hay remedio para mi causa, pero no temáis, ya sabéis lo que sucederá, marchad en paz.
No hubo más conversación, no hubo diplomacia. La mirada de aquel hombre y su convicción hacían inútil cualquier empeño de hacerle cambiar de opinión. Su pequeña disertación sobre las virtudes y los siete pecados capitales bastaban para constatar que era un hombre de sólidos principios al que no iban cambiar ni los intereses de la Iglesia, ni los de la católica España. Por momentos, el embajador se sintió como un títere movido por hilos de superiores empeños. Todo apuntaba a que Girolamo sabía cómo iba a finalizar el asunto. El tiempo diría si Savonarola había errado en sus premoniciones o si por el contrario estaba en lo cierto. En el fondo de su corazón sabía que no eran huecas las palabras del monje, tenían su parte de razón, la Iglesia estaba corrompida, era la nueva Sodoma, pero, cómo es posible, ahora era él mismo quien se sentía imbuido de las enseñanzas de Fray Girolamo de Savonarola. Pronto llegaría a Roma, la Iglesia al menos seguía siendo universal.

4 comentarios:

  1. Este texto participó en un concurso literario, pasó desapercibido, lo tomo como el primer paso para ser un genio. Bromas aparte, disfruten de la Nueva Sodoma.

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  2. Iván, es un relato muy bueno!!! Recuerda que no a todos los genios les valoraron en su momento y muchos pasaron sin pena ni gloria por este mundo tan loco... hasta que algún lumbrera (y probablemente con algún tipo de influencia) les puso en valor o simplemente hasta que el mundo estuvo preparado para descubrirlos... Solo puedo decirte (como ya te dije) que me quedé con ganas de mucho más... De ver este relato en una novela. Enhorabuena, compañero y amigo!!

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  3. Como siempre gracias por tu apoyo y tus palabras, se agradece. Escribir es la forma de viajar más barata que conozco, además permite saltar de sitio y de época. Un fuerte abrazo Manute...crack.

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  4. Hoy he vuelto a leer esta entradilla -también la de "Girolamo"-. Indudablemente, algún misterioso resorte de mi inconsciente ha debido de activarse al contemplar las impactantes imágenes con que, en los últimos días, abren todos los noticiarios televisivos... Diríase que en Cataluña se estuvieran atizando toda suerte de "hogueras de las vanidades", tanto las literales como las metafóricas (¡cuidado: ambas pueden calcinarte!) No pretendo hacer análisis político, dicha empresa está reservada para personas con un cacumen mejor armado, servidor tan solo es un currito de a pie. Sí me gustaría, sin embargo, compartir este lamento -a modo de tenue e inútil suspiro-: Añoro, en este tiempo aciago, a aquellos hombres discretos y pacientes de otrora, que escudriñaban el firmamento nocturno con sus rudimentarios telescopios en busca de respuestas; también a quienes, clandestinamente, diseccionaban cadáveres para descifrar la recóndita mecánica de la circulación pulmonar; y a los que con trazo firme esbozaban a carboncillo el futuro en sus dibujos y prototipos. Me sobran los reyes, todos los embajadores áulicos, los savonarolas posmodernos y los visionarios de cualquier laya (sobre todo, los paniaguados). Que vengan sin tardanza, por el amor de dios o de satanás, los galileos, los servets y los davincis del AQUÍ Y AHORA... Hace ya algunos años que, por propia prescripción, decidí prescindir de los ansiolíticos con receta. Desde entonces, cuando noto que la bilis existencial refluye por el esófago de mi alma, opto por servirme un pasable tinto de crianza y arrellanarme en mi sillón favorito (el único que poseo), y al momento me sumerjo en las páginas de "El Mundo de Ayer" de Zweig –por poner un ejemplo—, mientras de fondo suena la cavernosa voz de Nick Cave... Os juro que funciona: la tormenta se apacigua como por ensalmo y, durante unas horas, mi belicosa conciencia firma un armisticio consigo misma... Un abrazo enorme y todo mi respeto para todos/as. Sigo leyéndote, Iván

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