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viernes, 17 de noviembre de 2017

"Malditas las Guerras"


Aquella mañana de julio, era bien temprano cuando Antonio salió de su casa, tan temprano que “la fresca” todavía permitía respirar, el verano es muy duro en la provincia de Badajoz. Su mujer embarazada había quedado en la cama, para qué levantarse tan temprano, tiempo habría de asarse a lo largo del día. Decidió dar un largo paseo, luego iría a ver a su hermano Rafael, pero de momento le apetecía caminar. La cosa estaba muy tensa en el país, y las pocas noticias que llegaban eran confusas, y alguna de ellas poco tranquilizadoras. Era ya una evidencia que algunos generales africanistas se habían levantado en armas en contra de la República, pero de momento, el gobierno de Madrid llamaba a la calma, no había porque alterarse, la cosa se solucionaría en poco tiempo, de momento el golpe militar no pasaba de las guarniciones africanas y de algunas zonas del país dominadas de forma permanente por la derecha católica o los propios carlistas.  Casi sin darse cuenta, como un autómata, los pasos le llevaron al Negresco, un bar de esos que sirven para medir como marchan las cosas en el pueblo y en el país. Nada extraño, algún paisano que había empezado a empinar el codo más temprano que de costumbre, y la charla incesante de Luís, el dueño del establecimiento, hombre serio, que tenía un cierto aire de marinero, pero que como casi todos los lugareños, no había visto el mar ni en fotos.  Con poco sosiego apuró un cigarrillo al tiempo que daba pequeños sorbos a un café negro, y bastante aguado, en el diario Hoy, no encontró nada reseñable, noticias de corto alcance, obituarios y anuncios de Dentistas con novedosas técnicas y modernas consultas, de momento no debía cundir el pánico. Decidió acudir al Ayuntamiento, ya debía encontrarse su hermano Rafael allí, además le debían abonar unas facturas del taxi que trataría de cobrar, de poco servía ser hermano del alcalde en tiempos de escasez, se dirigió calle arriba, la Plaza estaba despejada, y el Ayuntamiento comenzaba a estar igual de concurrido que siempre aquel lunes 20 de julio de 1936. Con ánimos renovados entró en el consistorio municipal.

Francisco Ferrón se afeitaba en su casa, había dormido mal, el calor era asfixiante durante el día, y por la noche, aunque refrescaba no permitía el descanso, no era suficiente para aliviar las casas. De todas formas, el calor era lo de menos, por su cabeza rondaban otros pensamientos más preocupantes, el país estaba amenazado por la Guerra, los golpistas habían enseñado su cara verdadera, aquel general gallego de voz de pito, aquel Franco se había quitado la careta, ¡cuídate de los mansos!, pensó. Mientras se quitaba el jabón de la cara y se aseaba encendió su vieja radio y con creciente preocupación pudo comprobar que el golpe se extendía, pero aún no había triunfado en todas partes, la República resistía, tambaleante, pero aún viva, había que armar a los obreros, no había otra posibilidad. Rebuscó entre los papeles de la mesa, y encontró el panfleto que había firmado el día anterior junto con otros compañeros de la agrupación local del PSOE, ahí estaba, se titulaba “Extremeños”, y llamaba a la resistencia armada de los obreros contra los “señoritos fascistas”, así los había llamado el bueno de Timoteo en el texto, poco más que eso se podía hacer por el momento. Aunque no le apetecía nada salir de su casa, eran tiempos para andarse con ojo, más siendo alguien señalado como él, que ya había vulnerado la Ley de Huelgas en el 32, se vistió y se dispuso a marchar hacia el Ayuntamiento, donde trataría de sopesar el asunto del golpe militar con el alcalde, Rafael García Calderón. Sin prisas anduvo el corto camino que le separaba del mismo, departió con unas señoras que sabiendo su cargo como concejal le interrogaron sobre lo que oían en las radios. No será posible señor Ferrón que nos metan en una guerra, o señor Ferrón, dicen que Cáceres se ha sumado a la rebelión, ¿verdad que no va a pasar nada?, con una triste sonrisa tranquilizó a las mujeres y llegó a la Plaza. Trasiego de gentes, entró en el edificio, el alcalde ya esperaba su visita.

Desde la ventana el amanecer le permitía observar una era repleta de aperos de labranza, desperdigados a lo largo y ancho del terreno, también se podían distinguir los campesinos que emprendían su tarea cotidiana, y acarreaban bultos que iban situando cuidadosamente sobre burros y asnos. Pronto se encontrarían en las parcelas del camino de Magacela bregando, y no regresarían al pueblo hasta bien entrada la tarde. Para esas horas ya todo estaría decidido, o triunfaba en sus propósitos o acabaría en una oscura celda. Cogió un vaso y lo relleno de anís, bien cargado, ya había repetido esta operación dos veces más, quería estar animado, pero no sobrepasado, la labor requería cojones, y el calorcito del licor bajando por la garganta ayudaba a conseguirlo. Se abotonó el uniforme con esmero, y se puso unas botas que había limpiado y lustrado a conciencia para la ocasión. Frente al espejo acabó de peinarse y atusarse el pelo, que llevaba un poco más largo que de costumbre, sería del ajetreo de los días previos a ese momento. Miró su rostro con satisfacción, respiró hondo, y se dijo que todo iba a salir bien. Una voz desde el pasillo le sacó de sus pensamientos y respondió con voz seca; ya voy, que esperen un poco, ¡coño! En el patio del cuartel le esperaban veinticinco guardias perfectamente uniformados y armados, que se cuadraron cuando vieron entrar al Capitán Gómez Cantos en la esplanada. La arenga poco tuvo de buena oratoria, fue un conjunto de tacos, juramentos y exaltación patriótica, en la que se juró hacer pagar a los malditos rojos sus desmanes en contra del orden y del país. Tras escupir en el suelo y prender un purillo ya prendido anteriormente, ordenó a los guardias montar en los coches, cinco bastaron. A los pocos minutos los guardias se apostaban en los puntos clave de la Plaza, al tiempo que Gómez Cantos con un grupo armado entraba en el consistorio. El reloj de la Iglesia de la Asunción daba once campanadas en ese momento, y otro grupo de hombres, con camisas azules cercaban el centro de la vida de Villanueva de la Serena.

Esta pequeña recreación corresponde al libro que lleva por nombre “Grupo de Cáceres. Fusilados en Medellín”, que ya publiqué en 2007, y que ahora, corregido y ampliado,  aprovechando su décimo aniversario he  vuelto a publicar. No es una novela, ya me gustaría a mí, es un libro histórico, apoyado principalmente en una causa judicial, la que el franquismo emprendió contra estos hombres, en concreto la Causa 4.251/39, y las actas de Pleno del Semestre del Frente Popular en Villanueva de la Serena. Se narra la historia de mi abuelo, y de sus hermanos, así como la de una treintena de hombres de Villanueva de la Serena, y poblaciones cercanas, que se cruzaron con un monstruo de la guerra Civil, el famoso Gómez Cantos, capitán de la Guardia Civil e insigne depurador en los momentos iniciales de la dictadura. Pues eso, lean mi libro, cómo hacerse con él, pues o me mandan un correo, a la siguiente dirección igssuances@hotmail.com, o bien contactan con la Editorial Círculo Rojo y ahí les informarán. Nada más señores, como siempre buena tarde.



2 comentarios:

  1. Me ha encantado el fragmento, pareciera que hubieras estado allí. Un buen homenaje a este grupo de valientes... Enhorabuena profesor!!!!!

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  2. Se agradece Manute, como se nota que eres mi amigo, jajaja, gracias hombre.

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