Aquella
mañana de julio, era bien temprano cuando Antonio salió de su casa, tan
temprano que “la fresca” todavía permitía respirar, el verano es muy duro en la
provincia de Badajoz. Su mujer embarazada había quedado en la cama, para qué
levantarse tan temprano, tiempo habría de asarse a lo largo del día. Decidió
dar un largo paseo, luego iría a ver a su hermano Rafael, pero de momento le
apetecía caminar. La cosa estaba muy tensa en el país, y las pocas noticias que
llegaban eran confusas, y alguna de ellas poco tranquilizadoras. Era ya una
evidencia que algunos generales africanistas se habían levantado en armas en
contra de la República, pero de momento, el gobierno de Madrid llamaba a la
calma, no había porque alterarse, la cosa se solucionaría en poco tiempo, de
momento el golpe militar no pasaba de las guarniciones africanas y de algunas
zonas del país dominadas de forma permanente por la derecha católica o los
propios carlistas. Casi sin darse
cuenta, como un autómata, los pasos le llevaron al Negresco, un bar de esos que
sirven para medir como marchan las cosas en el pueblo y en el país. Nada
extraño, algún paisano que había empezado a empinar el codo más temprano que de
costumbre, y la charla incesante de Luís, el dueño del establecimiento, hombre
serio, que tenía un cierto aire de marinero, pero que como casi todos los
lugareños, no había visto el mar ni en fotos.
Con poco sosiego apuró un cigarrillo al tiempo que daba pequeños sorbos
a un café negro, y bastante aguado, en el diario Hoy, no encontró nada
reseñable, noticias de corto alcance, obituarios y anuncios de Dentistas con
novedosas técnicas y modernas consultas, de momento no debía cundir el pánico.
Decidió acudir al Ayuntamiento, ya debía encontrarse su hermano Rafael allí,
además le debían abonar unas facturas del taxi que trataría de cobrar, de poco
servía ser hermano del alcalde en tiempos de escasez, se dirigió calle arriba,
la Plaza estaba despejada, y el Ayuntamiento comenzaba a estar igual de
concurrido que siempre aquel lunes 20 de julio de 1936. Con ánimos renovados
entró en el consistorio municipal.
Francisco
Ferrón se afeitaba en su casa, había dormido mal, el calor era asfixiante durante
el día, y por la noche, aunque refrescaba no permitía el descanso, no era
suficiente para aliviar las casas. De todas formas, el calor era lo de menos,
por su cabeza rondaban otros pensamientos más preocupantes, el país estaba amenazado
por la Guerra, los golpistas habían enseñado su cara verdadera, aquel general
gallego de voz de pito, aquel Franco se había quitado la careta, ¡cuídate de
los mansos!, pensó. Mientras se quitaba el jabón de la cara y se aseaba
encendió su vieja radio y con creciente preocupación pudo comprobar que el
golpe se extendía, pero aún no había triunfado en todas partes, la República
resistía, tambaleante, pero aún viva, había que armar a los obreros, no había
otra posibilidad. Rebuscó entre los papeles de la mesa, y encontró el panfleto
que había firmado el día anterior junto con otros compañeros de la agrupación
local del PSOE, ahí estaba, se titulaba “Extremeños”, y llamaba a la
resistencia armada de los obreros contra los “señoritos fascistas”, así los
había llamado el bueno de Timoteo en el texto, poco más que eso se podía hacer
por el momento. Aunque no le apetecía nada salir de su casa, eran tiempos para
andarse con ojo, más siendo alguien señalado como él, que ya había vulnerado la
Ley de Huelgas en el 32, se vistió y se dispuso a marchar hacia el
Ayuntamiento, donde trataría de sopesar el asunto del golpe militar con el
alcalde, Rafael García Calderón. Sin prisas anduvo el corto camino que le
separaba del mismo, departió con unas señoras que sabiendo su cargo como concejal
le interrogaron sobre lo que oían en las radios. No será posible señor Ferrón
que nos metan en una guerra, o señor Ferrón, dicen que Cáceres se ha sumado a
la rebelión, ¿verdad que no va a pasar nada?, con una triste sonrisa
tranquilizó a las mujeres y llegó a la Plaza. Trasiego de gentes, entró en el
edificio, el alcalde ya esperaba su visita.
Desde
la ventana el amanecer le permitía observar una era repleta de aperos de
labranza, desperdigados a lo largo y ancho del terreno, también se podían
distinguir los campesinos que emprendían su tarea cotidiana, y acarreaban
bultos que iban situando cuidadosamente sobre burros y asnos. Pronto se
encontrarían en las parcelas del camino de Magacela bregando, y no regresarían
al pueblo hasta bien entrada la tarde. Para esas horas ya todo estaría
decidido, o triunfaba en sus propósitos o acabaría en una oscura celda. Cogió un
vaso y lo relleno de anís, bien cargado, ya había repetido esta operación dos
veces más, quería estar animado, pero no sobrepasado, la labor requería
cojones, y el calorcito del licor bajando por la garganta ayudaba a
conseguirlo. Se abotonó el uniforme con esmero, y se puso unas botas que había limpiado
y lustrado a conciencia para la ocasión. Frente al espejo acabó de peinarse y
atusarse el pelo, que llevaba un poco más largo que de costumbre, sería del
ajetreo de los días previos a ese momento. Miró su rostro con satisfacción,
respiró hondo, y se dijo que todo iba a salir bien. Una voz desde el pasillo le
sacó de sus pensamientos y respondió con voz seca; ya voy, que esperen un poco,
¡coño! En el patio del cuartel le esperaban veinticinco guardias perfectamente uniformados
y armados, que se cuadraron cuando vieron entrar al Capitán Gómez Cantos en la
esplanada. La arenga poco tuvo de buena oratoria, fue un conjunto de tacos,
juramentos y exaltación patriótica, en la que se juró hacer pagar a los
malditos rojos sus desmanes en contra del orden y del país. Tras escupir en el
suelo y prender un purillo ya prendido anteriormente, ordenó a los guardias
montar en los coches, cinco bastaron. A los pocos minutos los guardias se
apostaban en los puntos clave de la Plaza, al tiempo que Gómez Cantos con un
grupo armado entraba en el consistorio. El reloj de la Iglesia de la Asunción daba once
campanadas en ese momento, y otro grupo de hombres, con camisas azules cercaban
el centro de la vida de Villanueva de la Serena.
Esta pequeña recreación corresponde al libro que lleva por nombre “Grupo
de Cáceres. Fusilados en Medellín”, que ya publiqué en 2007, y que ahora,
corregido y ampliado, aprovechando su
décimo aniversario he vuelto a publicar.
No es una novela, ya me gustaría a mí, es un libro histórico, apoyado
principalmente en una causa judicial, la que el franquismo emprendió contra
estos hombres, en concreto la Causa 4.251/39, y las actas de Pleno del Semestre
del Frente Popular en Villanueva de la Serena. Se narra la historia de mi
abuelo, y de sus hermanos, así como la de una treintena de hombres de
Villanueva de la Serena, y poblaciones cercanas, que se cruzaron con un
monstruo de la guerra Civil, el famoso Gómez Cantos, capitán de la Guardia
Civil e insigne depurador en los momentos iniciales de la dictadura. Pues eso,
lean mi libro, cómo hacerse con él, pues o me mandan un correo, a la siguiente
dirección igssuances@hotmail.com, o
bien contactan con la Editorial Círculo Rojo y ahí les informarán. Nada más
señores, como siempre buena tarde.
Me ha encantado el fragmento, pareciera que hubieras estado allí. Un buen homenaje a este grupo de valientes... Enhorabuena profesor!!!!!
ResponderEliminarSe agradece Manute, como se nota que eres mi amigo, jajaja, gracias hombre.
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