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domingo, 24 de noviembre de 2019

Una gran biblioteca.

Había estado departiendo hasta altas horas de la madrugada con su anfitrión. Después de despedirse, había intentado dormir, pero no encontraba la postura, a pesar de tener un lecho bien mullido y cómodo. Prefirió tomar el aire asomándose por una de las grandes ventanas de su aposento. El aire que entró de la fría madrugada refrescó su rostro y abrió la puerta de la habitación dando paso a una estancia mayor, repleta de libros, no lo podía creer, estaba de suerte en aquel lejano país de la Europa Oriental. Amante de la lectura y sin nadie con quien hablar, salvo con su cliente, el extraño aristócrata interesado en las posibilidades inmobiliarias de su amado Londres, aquella gran biblioteca se abría paso como un oasis para los que atravesaban el desierto a lomos de un camello. Allí podría pasar el tiempo leyendo algún ejemplar de entre los cientos que se alineaban en largas y ordenadas filas agrupadas por temáticas. La mayoría de los mismos se hallaban escritos en algún dialecto de la región valaca, probablemente mezcla de la lengua de los dacios, los aportes romanos, y raíces eslavas. Se frustró, después de la alegría inicial, dado que no entendía nada de lo que decían aquellos libros, a pesar de distinguir algún que otro título, como "El Quijote", lo supo por la representación que en la portada se hacía del caballero español y su escudero, o del Malleus Maleficarum, el martillo de brujas, por estar en latín, tanto el título, como la propia obra. 
Del súbito interés inicial había pasado a la frustración, pero sin perder el ánimo decidió seguir  buscando algún ejemplar en la lengua del imperio, para poder leer, y así matar el tiempo, que pasaba muy lento, desde que hacía ya dos semanas había arribado a un castillo oscuro y perdido en el lugar más recóndito de Europa. Ensimismado tropezó con un gran sillón de terciopelo rojo y acabados de madera bañada en oro, seguramente del conde, que se encontraba junto a una enorme mesa de trabajo. En la misma pudo encontrar un plano de Londres, bastante actual, en el había algunas "x" marcadas en distintos lugares de la capital inglesa, por ejemplo Essex o Carfax, lugares sin aparente conexión, pero de interés por lo que se podía observar para su insigne cliente. Debería interrogar al conde sobre aquel mapa en otra ocasión. En otro rincón de la mesa, había apiladas lo que parecían ser cartas marítimas del mediterráneo occidental, y distintos documentos que informaban sobre barcos que recorrían el trayecto desde el mar Negro hasta la propia Gran Bretaña. Aquello era muy extraño, aquel hombre parecía que llevaba siglos sin salir de su adorada tierra, como él la llamaba, y sin embargo todo indicaba que se estaba planteando un cambio de aires. Había gran información sobre rutas, puertos, vientos y corrientes, algo extraño, puesto que lo único que se necesitaba para surcar los mares, era comprar un pasaje y subirse al navío. Hombre extraño este Vlad. 
Se levantó pensativo, y caminó por la estancia, pudo encontrar una estantería con libros escritos en inglés, con clásicos de Shakespeare o Marlow, pero también gramáticas y léxicos para todo tipo de situaciones en la adorada Inglaterra. Estaba claro que el conde pretendía pasar un tiempo prolongado en Londres, qué había de malo en ello, era cierto que se estaba obsesionando, y que tenía una incipiente sensación de asfixia, parecía estar preso entre cuatro paredes, muy lujosas, pero paredes al fin y al cabo. La verdad que no había tenido ningún encontronazo con el conde, y que el trato del mismo había sido exquisito, tan sólo le había pedido que no saliese de sus aposentos, por ser el castillo viejo y estar casi en ruinas, algo comprensible, pero dos semanas en el mismo sitio, era agobiante. Encendió un cigarrillo y volvió a asomarse a la ventana, de nuevo el fresco de la noche, y un terrible lamento, el aullido de un lobo, que no muy lejos de allí anunciaba que aquel era su dominio, respiró profundamente, inhaló el aire frío, dio una última calada al pitillo, y arrojó la colilla por la ventana. Antes de cerrar observó como la pavesa del cigarro atravesaba la oscura noche dejando entrever el aleteo torpe de un enorme murciélago que se dirigía a una almena del castillo. Lo salvaje primaba en aquellas tierras pensó,  mientras regresaba a la estancia.
Seguidamente volvió a su aposento y se reclinó en la cama, rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó la foto de su prometida, sus cálidos rasgos le devolvieron algo de brío, sólo serán unos días y regresaré al hogar, se dijo, además tenía que ganarse el favor de sus superiores ahora que sus antecesor, el señor Renfield había pedido la baja por agotamiento. Que bella era su amada, era un hombre afortunado, sólo unos días más. Antes de disponerse a dormir, se mesuró la barba, hacía varios días que no se afeitaba, se percató que no había espejos en la habitación, bueno, mañana se afeitaría, para ello tenía un pequeño espejo en el equipaje. Poco a poco, Jonathan, que así se llamaba, fue cogiendo el sueño, era ya muy tarde, de fondo se volvían a escuchar los aullidos de los lobos, susurros y aleteos, cuan rara era aquella parte del mundo, pensó justo antes de dormirse.