Anochecía cuando el carruaje atravesaba la puerta
principal de Florencia, hacía varios días que habían salido con premura de
Roma, y no se habían detenido más de lo necesario. Su presencia en la pujante
república florentina era de todo punto necesaria para tratar de reconducir una
situación que, francamente, tenía muy mala pinta. El carruaje se dirigió lo
más rápido que pudo a un viejo palacio situado en las afueras de la ciudad; no
había tiempo para protocolos, su visita no era por placer, sino para tratar de
evitar un cisma en el seno de la Santa Iglesia de Roma. En los últimos años el
imperio español había crecido de forma considerable con la incorporación de las
Indias, la presencia española en las nuevas tierras se justificaba bajo un mandato evangelizador.
Ahora más que nunca, la Iglesia debía permanecer unida. Sin embargo, el Sumo
Pontífice, Alejandro VI, no era el más adecuado para mantener esa uniformidad,
su papado era muestra de corrupción y
simonía, un vivo ejemplo de los pecados capitales. Era necesario mantener la
unidad cristiana y, por otro lado, que las regiones italianas estuviesen bajo
control español, hechos ineludibles para mantener a Francia en un aislamiento
que favorecía a los intereses hispánicos.
Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando tocaron a la puerta de su aposento.
Tras la misma se escuchó una voz cansada, pero firme aún, la de Fray Antonio de
Sarmiento, un anciano franciscano español, residente en Florencia desde tiempos
de Cosme “el viejo”.
−Es la hora señor, no hay tiempo que perder. –profirió
la voz del anciano.
−Enseguida salgo, estoy acabando de vestirme, aguardad
un instante. –respondió el huésped.
Al momento se abrió la puerta y salió un caballero
de mediana edad, impecable en sus maneras y en su vestir, como no podía ser de
otra forma para quien ejercía el cargo de embajador de los Reyes Católicos ante
la Santa Sede, su nombre García Laso de la Vega, comendador mayor de León e
insigne capitán de los Tercios castellanos.
−Encantado de saludarle Fray Antonio, las
referencias que tengo sobre usted, y las mismas vienen desde las altas esferas,
son impecables. Sin embargo, entienda lo delicado de la misión y que no
tengamos tiempo para otros menesteres
que los vinculados al monje visionario.
¿Cómo están las cosas, ahora que su Santidad ha excomulgado al incendiario fraile?
−Verá, joven amigo, las cosas están
peor que nunca. Compañías de jóvenes huérfanos recorren la ciudad incautando todos los objetos banales, es
decir, aquellos que no tienen relación
con la religión, y los llevan a la Plaza de la Señoría, donde irremediablemente
arden en la llamada hoguera de las vanidades. Una pena, hasta el joven Sandro,
ha quemado algunos de sus cuadros.
− ¡Qué barbaridad! ¿Botticelli?,
también se ha dejado embaucar por el artificio y las peroratas de ese monje
loco.
−Cuidado, es peligroso hablar así,
incluso a buen recaudo como estamos. Savonarola tiene una legión de seguidores.
Además, es cierto que sus sermones son febriles y angustiosos, pero sin duda, su
oratoria es eficaz, al tiempo que predica con el ejemplo, su cuerpo es delgado,
por los ayunos, y siempre porta cilicios y otros objetos con los que mortifica
sus pecadoras carnes. Es un fanático,
que quizás en otro tiempo hubiese sido un Santo…, y no malinterprete mis
palabras, todos sabemos que Roma es la mismísima Sodoma.
−Me temo que Girolamo no ha cedido
en sus soflamas, incluso, usted, y conozco su fidelidad, casi se ve imbuido de las mismas.
−No me malinterprete, le digo, pero
nuestro Alejandro Borja, está muy alejado del camino de Santidad que se le supone
al vicario de Cristo en la Tierra.
−En fin, no demoremos más el objeto de nuestra
misión, quiero ver en persona la famosa hoguera de las vanidades, y al
visionario monje de Ferrara.
No quedaba mucho para la medianoche y la Plaza de la
Señoría estaba abarrotada de gente, cientos de fieles de la nueva fe predicada
por el monje excomulgado, de todas las edades, y de todas las condiciones
sociales, se arremolinaban en torno a la misma, no querían perderse el
espectáculo. En el centro de la plaza una enorme pira iluminaba la noche
florentina, a su lado un grupo profuso de jóvenes, pulcramente vestidos de
blanco iban depositando objetos, que arderían en breve, había espejos, cuadros,
maquillaje y pelucas, y como no, libros, muchos libros, parece ser que todo
aquello que no estuviese relacionado con la Biblia no tenía cabida en la
teocracia florentina dirigida por Savonarola. Las Compañías Blancas, que así se
llamaban aquellos jóvenes huérfanos, seguían afanados en su tarea, e incluso de
cuando en cuando, mostraban al enfervorecido público algún libro que iba a
arder. Desde donde estaban, García Laso de la Vega, y su anciano acompañante,
Fray Antonio de Sarmiento, pudieron ver como seleccionaban varios ejemplares de
la Divina Comedia de Dante, así como la Metamorfosis de Ovidio, y algún que
otro libro de la antigua Grecia, como la Ilíada de Homero. Era un éxtasis que
iba in crescendo esperando su momento
álgido.
El gentío empezó a agitarse, comenzaron a vitorear
consignas aprendidas de otras ocasiones, incluso algunos gritaron el viejo lema
dulcinista ¡Penitenciagite!, hagamos penitencia. Todo parecía indicar la llegada de Fray
Girolamo a la plaza. Con paso quedo la comitiva, que incluía a un nutrido grupo
de monjes del Convento de San Marcos, y que iba encabezada por el propio
Savonarola, secundado por sus dos más fieles discípulos, Fray Doménico de
Pescia, y Fra Silvestro, ascendió al estrado acomodándose en la bancada que
presidia la plaza, justo en frente de la hoguera. Sin más preámbulos, el monje comenzó a orar, el
silencio se hizo en todo el recinto, de vez en cuando, paraba y observaba a los
presentes, parecía que buscaba ver el efecto de sus acciones en los mismos. El
tono comenzaba a subir, ya no rezaba, ahora refería sus enigmáticas visiones,
que incluían la presencia de un nuevo Ciro, quien cambiaría el sentido de la
Historia. Del susurro pasó al grito encolerizado cuando centró el objeto de sus
palabras en la Santa Sede.
− “(…)
has contaminado con tú pecadora presencia los Santos Lugares, has convertido
Roma en un vil lupanar, eres la encarnación del demonio. No me retracto de
nada, Alejandro, tú eres quien arderás en el fuego del averno, y contigo esa
panda de monjes lujuriosos, contaminados por la gula y la avaricia. Eres
soberbio, y la simonía es la marca de tus acciones. La nueva Sodoma en Roma
(…)”
En aquel momento, ante la mención de la ciudad
bíblica, García Laso de la Vega, no pudo evitar mirar a los ojos de Fray
Antonio, quien apurado evitó la acusadora mirada del diplomático, y siguió
atento a las palabras del enfervorecido orador.
− “(…)
no quieres holocausto (…) edifica los muros de Jerusalén (…) Señor, abre mis
labios”.
Entre grito y grito, caía exhausto el monje sobre sus
rodillas. Se quedaba sin fuerzas, al tiempo que dichos bríos eran recibidos con
tremendo entusiasmo por sus seguidores, que animaban al religioso profiriendo
gritos e insultos en contra de Roma y del propio Papa, aquello era inadmisible,
pensó el embajador, habría que intentar un imposible, ahora entendía la
preocupación de la reina Isabel, cuando le encomendó la misión de viajar a
Florencia e interceder por el Papa español, no era una misión menor, ni mucho
menos.
− “(…)
enmudezcan los labios mentirosos. Sí, Alejandro, enmudezcan tus labios
mentirosos y perezosos. No me rendiré, desde aquí te reto, nuevo Satanás, que
ardan las Vanidades.
En ese preciso instante los objetos fueron lanzados
a la hoguera, que rápidamente iluminó con fuerza redentora a los allí
presentes. Por un instante, la luz también iluminó el rostro del santón, estaba
sudando, parecía enfermizo, pero sus ojos mostraban una voluntad a prueba de
bulas papales. No, Savonarola no se iba a detener, la ruptura de la unidad de
la Iglesia estaba en camino. Más tarde, de madrugada, incapaz de dormir, García
Laso de la Vega, reflexionaba sobre lo acontecido, y sobre lo que aún restaba
de su misión, la parte más importante de la misma. Al alba partiría al Convento
de San Marcos, allí tendría una entrevista con Savonarola, sinceramente, debía
reconocer que ese hombre delgado, de nariz aguileña, le daba miedo.
De camino a Roma, García Laso de la Vega rememoraba
en su cabeza el encuentro con el monje de Ferrara. Aquella misma mañana acudió
bien temprano al convento del dominico. Nada más llegar fue llevado a la celda
de Fray Girolamo de Savonarola. La estancia era muy pequeña, y lúgubre, no
tenía sino lo justo, un pequeño jergón sobre el que reposar y una pequeña mesa
donde se veían algunos legajos en los que recientemente había estado
trabajando. A su llegada el monje seguía orando, se veían restos de sangre en
sus manos, probablemente se había estado fustigado o recolocando el cilicio. La
presencia del monje, en las distancias cortas era todavía más imponente.
Tremendamente delgado, su mirada parecida a la de una rapaz, con la gran nariz, le daban un aspecto poco amigable.
Sin embargo, su trato fue tremendamente sutil, parecía mucho más calmado que la
noche anterior, y dentro de las posibilidades del lugar y la situación, fue lo más amable posible, hecho este que aún tensionaba más al dignatario español.
No hubo muchos preámbulos, el monje fue al grano, parecía ocupado y no tenía
tiempo que perder.
−Me
han informado de su presencia en la ciudad desde la tarde de ayer. –rompió el
hielo Savonarola−. ¿Estuvo en el acto de purificación de la plaza? No responda,
se que estuvo usted, acompañado de Fray Antonio, el viejo franciscano. Se puede
saber qué quiere de un humilde monje el representante de la Católica España en
Roma, otrora capital del Cristianismo, y hoy tan sólo un nido de víboras.
−Está usted bien informado −exclamó
el español, sorprendido−. Llegué ayer y marcho hoy, no tengo mucho tiempo que
perder, Fray Girolamo, mi presencia en Florencia se debe a un mandato de…
−A un mandato del Satanás de Roma
–irrumpió Girolamo.
−No, no, ni mucho menos, mi
presencia se debe a un precepto de la Católica reina de Castilla, Isabel I.
Nada tiene que ver con el Pontífice. Aunque verá, mis intenciones son más
políticas que religiosas. En resumidas cuentas, le pido que dé marcha atrás,
por el bien de la Cristiandad, por el bien del mundo conocido.
−Me pide un imposible, amigo García
Laso de la Vega, soy firme en mis convicciones. He visto mi propia muerte en la
pira, mi causa está perdida, y es tarde para ninguna rectificación. Pronto
arderé yo aquí, pero la Sodoma de los Borgia arderá eternamente, escrito está.
La unidad de la falsa Iglesia seguirá a pesar de mis empeños.
−Sabe usted que está perdido, y
¿aún así sigue en su empeño? Admirable.
−Los caminos del Señor son
inescrutables. No hay retractación posible. Amigo español, ¿conoce usted las
siete virtudes?
−Conozco las fronteras de mi reino,
y las querencias de mis señores, los Reyes Católicos, sin embargo, no estoy en
condiciones de competir con usted en cuestiones de dogma –profirió el español,
un tanto acalorado.
−Le refrescaré la memoria;
humildad, generosidad, castidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia.
Nuestro Santo Padre no cumple ninguna de las mismas. Estamos gobernados por un
usurpador, que a la postre recrea en sí mismo los siete pecados capitales. ¿Los
recuerda? Verá como no falta ninguno de ellos en el Papa Alejandro VI.
Soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Quizá no en ese
orden, pero todos. Tiene y hace gala de todos los pecados capitales, y no contempla
ninguna virtud. Yo no romperé con esta Iglesia corrupta, moriré en las brasas,
pero las indulgencias, y los pecados, acabarán por romper con esta nueva
Sodoma. Amigo, García, no hay remedio para mi causa, pero no temáis, ya sabéis
lo que sucederá, marchad en paz.
No hubo más conversación, no hubo diplomacia. La
mirada de aquel hombre y su convicción hacían inútil cualquier empeño de
hacerle cambiar de opinión. Su pequeña disertación sobre las virtudes y los
siete pecados capitales bastaban para constatar que era un hombre de sólidos
principios al que no iban cambiar ni los intereses de la Iglesia, ni los de la
católica España. Por momentos, el embajador se sintió como un títere movido por
hilos de superiores empeños. Todo apuntaba a que Girolamo sabía cómo iba a
finalizar el asunto. El tiempo diría si Savonarola había errado en sus
premoniciones o si por el contrario estaba en lo cierto. En el fondo de su
corazón sabía que no eran huecas las palabras del monje, tenían su parte de
razón, la Iglesia estaba corrompida, era la nueva Sodoma, pero, cómo es
posible, ahora era él mismo quien se sentía imbuido de las enseñanzas de Fray
Girolamo de Savonarola. Pronto llegaría a Roma, la Iglesia al menos seguía
siendo universal.