Su cuerpo martirizado se revuelve sobre la tabla que sirve de lecho, el sudor empapa la frente, y cubre el rostro. Tiene fiebre, su cabeza se ladea con fuerza de un lado a otro del camastro, arrastrando el cuerpo tras de si. Es un sueño convulso, inquieto, enfermizo. La boca entreabierta profiere sonidos inconexos, palabras sin sentido, el sueño apacible de hace un par de horas se ha trasformado en pesadilla y ésta en visión profética. El monje observa una sucesión de imágenes en su cabeza, reales, casi se pueden tocar, mesnadas de soldados extranjeros, estandartes, la flor de Lis, un nuevo Papa, corrupción y felonías, la renacida Sodoma en Roma, y el fuego, las piras, las hogueras. Desde su llegada a Florencia las visiones son más frecuentes, casi cada semana tiene un sueño febril, y aparecen las imágenes en un mosaico desordenado pero que va adquiriendo sentido. Está en la cúspide de su poder, y lo sabe, Lorenzo "el Magnífico" ha sido requerido a nueva vida, y el "nuevo Ciro" francés de momento permite, quizás por temor cristiano, la teocracia que se levanta en la Toscana y de la que él es su máximo exponente. Una pieza nueva del puzzle ha sido descubierta, pero todavía hay tiempo para concluir la obra encomendada.
Poco a poco van pasando las horas, bastante antes de que el primer rayo de luz ilumine la humilde estancia, el monje dominico postrado sobre sus rodillas reza en el suelo, trata de buscar consuelo a su alma, aunque este es un difícil empeño. Se fustiga y aleja los demonios de la tentación, se abre la espalda en canal, su cuerpo es una enorme herida. El ayuno deja ver una cara cadavérica, donde destaca una prominente nariz aguileña, y un cuerpo huesudo, surcado de héridas generadas por el látigo, las piernas horadadas por el cilicio que cada día lleva más prieto. El visionario lleva a raja tabla la disciplina, la oración, el ayuno, la pobreza, y el ejemplo.
Retumba en la celda la voz que profiere desde el exterior, Fra Domenico de Pescia, está preocupado por la tardanza del prior, y le sugiere presteza, el resto de monjes le aguardan para la alabanza de maitines, es una obligación que no se puede eludir, y que además, no quiere eludir, hay que ser rígido a la hora de cumplir con las obligaciones, más aún cuando uno tiene que dar el máximo ejemplo. Actúa de forma mecánica, repite lo que ya ha hecho otras muchas veces, su cabeza no está ahí, sigue en las visiones, en los sueños, en este caso, la apertura de un nuevo sello, le asusta, por primera vez, desde que comenzó a ver lo venidero, cuando no era más que un niño, en su añorada Ferrara, vislumbra un final, su propio final, y lo más importante, el de su obra.
Vuelve a su celda, hay que orar, y pedir perdón por los males que acechan al mundo, más ahora que la corrupción se ha instaurado en el Castillo de Sant Angello. Casi ha conseguido culminar su obra, la gente tiene miedo de Dios, piden perdón por ser pecadores, ayunan, sabe el monje, que es el terror lo que les motiva a ser piadosos, pero no hay otro camino, obediencia, penitencia, oración, ayuno y mortificación. Las compañías blancas conformadas por niños huérfanos trabajan en su favor y controlan a los pecadores, además contribuyen a dar cuerpo a la Hoguera de las Vanidades, ellos son los mejores guardianes de la fe.
El traidor de Roma le ha excomulgado, precisamente a él, que cumple con los evangelios de forma impoluta, de forma radical si, pero es que los tiempos no están para otros miramientos. El diablo corrompe a los hombres, los consume en el vicio y la carne, el Papa es un despojo endemoniado. No hay retractación, no hay vuelta atrás, la única salida es seguir adelante, contra todos, por Dios.
El día se consume, no hay tiempo para temores, el final está cerca, y los últimos actos deben suceder como él ya ha visto. Sus acólitos lo acompañan desde el Convento de San Marcos, hasta la Catedral, por el camino se la han ido sumando más y más seguidores, algunos con fe en el maestro, otros por curiosidad o miedo. Desde el púlpito ora Girolamo, comienza la predicación, miles de cabezas le observan expectantes, su voz es un susurro, no hay justificación en sus actos, es firme su creencia, su cuerpo mortificado es buena prueba de ello. Las palabras se suceden, aparecen las visiones proféticas, la muerte, las epidemias, el tono se hace caustico, metálico, la mímica apasionada, entre el público los primeros suspiros de temor, los oyentes se dejan llevar por el discurso apocalíptico. Fra Domenico y Fra Silvestro, sus primeros seguidores se agitan nerviosos en sus bancos, el sermón sube de tono. Los salmos son repetidos como parte de la acusación del dominico, son prueba latente de los incumplimientos de la curia romana "aborrezco a los que esperan en Vanidades ilusorias", arderéis en los fuegos del averno, retruenan las palabras en la cúpula del templo de templos en Florencia, " en tus manos están mis tiempos", las miradas recorren aterrorizadas el rostro del orador, "no quieres holocausto", el apasionamiento es tal que se escapan las babas de la boca del monje, quien parece en trance, "edifica los muros de Jerusalén", derriba de una vez esa Iglesia corrupta del falso Papa Alejandro, "entonces te agradarán los sacrificios de justicia", se desgañita antes de caer sobre sus rodillas llorando y en éxtasis místico, es sólo un momento, sus acólitos rápidamente le arropan, le ayudan, corean su nombre, Girolamo, Girolamo, le acompañan a la plaza de la Signoria, ese día arden las "vanidades", pero pronto, Savonarola sabe que serán sus carnes las que ardan en la pira, escrito está.
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