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martes, 16 de agosto de 2016

Una tarde de piscina

En Extremadura, cuando el “Lorenzo” se pone fiero es difícil resistir, y la tardes veraniegas no dejan más remedio que acudir a la piscina a lucir palmito y tratar de sofocar el calor entre malas posturas, hormigas y otro tipo de cotilla, en este caso estacional, el cotilla piscinero o de césped.
Pues bien, el otro día, cuando superábamos los 40 º a la sombra, acudí a la piscina más huyendo del calor, o la “caló” como se dice en mi tierra, que por ganas de hacer frente a las múltiples pruebas que la tarde sabía que me iba a deparar. La piscina estaba llenita hasta los topes, ni medio metro de césped teníamos para los recién llegados. Es un clásico, de todos los veranos aquellos que van a las ocho de la mañana a coger un sitio en las mesas, con su sombrilla, que defenderán arduamente a “capa y espada” hasta que recojan las toallas medio día después para volver a sus casas, eso sí, con el deber cumplido y la “plaza” defendida.
 A esta situación de abarrotamiento también contribuyen aquellos que acaparan todas las sillas a su alcance, como si de pulpos de tratase, y para darles un uso práctico más allá del acaparamiento, las comienzan a llenar de bolsos, bolsas, y demás objetos, o en el culmen de la “mala educación” las usan para poner las piernas encima, mientras uno se retuerce en el suelo por haber llegado más tarde, aunque pagando religiosamente la entrada. Pero no sólo se usan todas las sillas, también se trata de extender un ciento de toallas a lo largo y ancho del césped, usando como epicentro la silla, en donde se sienta el artista, en la única plaza que realmente utiliza, el resto es acaparar y no dejar que nadie más interrumpa sus profundos pensamientos.
La entrada y búsqueda de un hueco en el césped también se las trae, constituyendo una prueba de riesgo importante. Se trata de tener que ir sorteando sillas, toallas, niños que corren desbocados llevados por la fuerza de la juventud, padres que vociferan órdenes y mandatos que sus hijos siquiera escuchan, pero encantados que seamos otros los que aguantemos “a pachas” la mejor de las veces, la crianza de sus lindas criaturas. Así tras superar la yincana de sillas, toallas, bolsos, niños, padres y chancletas playeras, llega uno al sitio que el sino le tenía reservado, que suele ser de dos tipos distintos, o te toca la parte del césped, donde ya no hay césped, o estás donde  pega el sol con fuerza inusitada, la última opción, y poco viable la conforma el temido hormiguero, que a fin de cuentas es inevitable, y cuando regreses a casa te encontrarás lacerado por  esas bonitas ronchas, que además pican…de cojones.
El momento de aterrizar en el hueco de césped es aprovechado por el cotilla de piscina para lanzar un ataque contundente y preciso de escáner. Mientras estiras  la toalla, y haces un “tetris” con los  bultos alrededor del metro y medio que te toca de piscina, las miradas de estos seres analizan pormenorizadamente la situación, vamos una analítica que no hacen ni en los más prestigiosos hospitales. La capacidad de giro de esos cuellos es propia de las pruebas que realiza la NASA,  a los astronautas de las distintas tripulaciones, y aunque lleven gafas, esas miradas son dignas de los más precisos “francotiradores” militares. Llega un momento en que el descaro es tan grande que uno se preocupa y piensa, tendré algo en la cara, o en un empeño propio de la autoayuda, te dices,  tampoco tengo tanta barriga, incluso llega el momento en que te miras el bañador pensando que quizás estés desnudo. Falsa alarma, todo va bien, la cara limpia, la barriga gorda pero aceptable, y el bañador es nuevo, de este verano, pasa el susto y comienza el mosqueo. La situación se revierte, ahora eres tú quien miras al cotilla piscinero, le retas, cruce de miradas, la aguantas impertérrito, como en los duelos del oeste, inútil empeño, no baja la mirada, es incapaz, asique asumes su presencia y de vez en cuando replanteas el duelo, misión imposible, no puede evitar deglutir algo de la vida ajena.
La odisea homérica seguro que se ideo después de un día de piscina. En un empeño inhumano consigo hacerme un hueco en el borde de la piscina, que tiene más pinta de olla que de vaso natatorio, con sus garbanzos a remojo y todo. El metro y medio de césped se reduce aún más en la piscina, al menos en el borde, entrar al agua no me pareció muy oportuno en medio del  proceso de cocción. Cuando agradecía tener al menos las piernas en el agua, y sofocar en parte el calor, la espalda mientras tanto se abrasaba a fuego lento, me asaltó de lleno la conversación que a menos de un metro mío mantenían una pareja, al parecer desconocida a los que unía el hecho de tener el mismo lugar de procedencia. La tarde no había sido buena, y lo que escuche,dado que estaban justo delante de mí, y no hablaban precisamente bajo, me acabó de rematar, hasta el punto de animarme a escribir este artículo.
Pues bien, por el acento forzado deduje que eran “vascos”, y su alegría eufórica procedía de encontrase a mil kilómetros de su vivienda habitual con un paisano, en medio de una olla extremeña a presión, y bueno,así tiene cierta lógica este alborozo estival. En su castellano intercalaban alguna palabra del euskera propia de primero de infantil, y que entendía yo y cualquiera que haya visto dos o tres veces el programa de Arguiñano, a la par que confraternizaban como buenos paisanos, "en corral ajeno". Los tópicos sobre norte-sur se materializaban delante de mí, aunque en esta ocasión los actores, puesto que claro está, se trataba de una mala comedia, distaban mucho de ser “Dani Rovira” o el genial “Karra Elejalde”. De vez en cuando se escuchaba un “cagón sos”, un “la hostia”, aparecía “la fábrica”, y demás sandeces. Conste que me considero “ciudadano del mundo” y respeto procedencias y diferencias culturales de todo tipo, ahora bien, no puedo con el desarraigo y menos con la incultura. Estos dos bañistas coincidían en una piscina de Badajoz, no como una casualidad del destino, sino producto de una lógica mucho más dramática, la migración y pobreza que asoló mi tierra buena parte de su historia, y de la que intentamos salir, cosa que no es fácil. Por ello, estos dos, hijos de emigrantes extremeños en el País Vasco, podían encontrase a mil kilómetros de sus casas en la misma piscina, si,  por que  papá emigró en los sesenta, y ellos nacieron o marcharon pequeños al “bendito” norte. Mi mosqueo venía de las críticas que hicieron ambos bañistas al sistema extremeño de salud, tratando de compararlo con el de Burundi o algún otro lugar subdesarrollado, cosa que dista enormemente de la realidad, y que pone las cosas más que claras, estos dos, son dos palurdos sin la más mínima cultura, que han servido de mano de obra más o menos barata, al desarrollo del norte, y que han cometido un error imperdonable, perder sus raíces. Se lo vasco que quieras ser, a mi me da lo mismo, pero cuando hables de la  tierra de tus padres y abuelos, al menos infórmate, de cómo estaba cuando marcharon y como está treinta años después, con sus errores, y con mucho margen de  mejora, claro está, pero ni punto de comparación, fruto de un esfuerzo colectivo, muy pocas veces reconocido, y casi desconocido.
 Me retiré a mi toalla, y acabé por cabrearme del todo. El rato que estuve allí tendido, volvieron las hormigas, los niños, los padres, las sillas y las toallas, las miradas que queman, y al rato…los vascos, que no estaban muy lejos de mi metro y medio.

Las ocho y media de la tarde, aún 38º, recogemos los bártulos, de nuevo yincana, en media hora la ducha y las ronchas, ya mismo cenamos, se acaba   la tarde de piscina. Qué más puedo pedir.